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La certidumbre de la espera

Juro que esta historia es real, por ilusoria que parezca.

No sé por qué, pero cuando reparé en ella me envolvió la serenidad de su rostro, la transparencia de su mirada y la dulzura de su voz.

Rondaba los 75 años. Parecía una abuelita de los cuentos infantiles, de esas sentadas al calor de la estufa, dispuestas a contar historias irreales a sus nietos mientras acaricia un gato dormido en sus rodillas. Libre de atavíos que pudieran ridiculizarla, vestía una blusa color mamoncillo, saya carmelita y zapatos cerrados; el color rosa pálido cubría los labios y el estilo de los años ´20 moldeaba el pelo canoso.

Su boletín señalaba el asiento doce, paralelo al mío; se dirigía rumbo a Trinidad y sobre las piernas llevaba una cartera de asas plásticas con cuerpo de tela. Nada más conocía fuera de esos datos intrascendentes, pero no podía evitar contemplar el  brillo de su mirada, puesta en la carretera.

Durante las tres horas de viaje exprimí mis neuronas hasta el agotamiento, en busca de una razón lógica para comprender por qué me conmovía aquella anciana nunca antes vista. Nada funcionó.

La Yutong llegaba a la Terminal de Ómnibus de la ciudad. Ella retocó el rosa pálido, peinó otra vez sus canas y caminó despacio hacia la puerta, antes que la guagua aparcara.

Dirigí mi mirada a lo lejos y advertí a un  señor de camisa a cuadros, entrado en años, como ella, ubicado justo donde el vehículo apagaría los motores.

Solo entonces empezó a desenredarse la madeja de ideas en mi pensamiento y entendí que la luz en las pupilas la provocaba la certidumbre de saber que, fuera de la guagua, alguien la esperaba.  

La puerta de la Yutong cedió. Ella bajó despacio por la escalera, tocó tierra firme y, con la lentitud de los años, ambos caminaron hasta encontrarse. Se abrazaron, se besaron en la mejilla, no como lo hacen primos o hermanos lejanos, sino con la pasión de quienes comparten su existencia desde hace mucho tiempo.

No pude confirmar si eran casados. Tampoco era preciso: solo del amor cultivado con el paso de los años podía dibujar aquella escena garciamarquiana.

La gente se agolpaba en el pasillo central de la guagua, recogía su equipaje, abandonaba la estación sin reparar en la versión humana de Florentino Ariza y Fermina Daza ante sus ojos.

Desde el cristal de la ventana recordé los 64 años del matrimonio de mis bisabuelos maternos-sin incluir tiempo de noviazgo-, quienes murieron mucho antes de yo nacer, pero las anécdotas familiares me permitieron conocerlos al dedillo. Al calor de los recuerdos mi piel se arrugaba, seducido, al mismo tiempo, por la ternura de esos ancianos cuyo nombre, pasado, secretos… desconozco y, quizá, nunca más los vuelva a ver.