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El cajón de los mutilados

El cajón de los mutiladosTodo empezó cuando mi madre le encargó un moisés a Rafelito Tiemblatierra —hombre que dedicó su vida al arte del tejido con guano en Trinidad—, mucho antes de yo nacer.

Fibra sobre fibra el artesano conformó la cuna a la que añadieron más tarde, a modo de “fino” acabado, cuatro cajas de bolas para garantizar la movilidad; una idea infecunda, pues el guano y el metal no se llevaron bien, y más que un moisés para un futuro recién nacido, aquello parecía un canasto rústico, ausente de los bríos que mi madre dibujó en su mente, pese al ardid de Tiemblatierra de teñir algunas fibras para romper la monocromía.

Al final me encapriché en salir antes de tiempo; antojo cuyo precio fue la inmunodepresión, cumplir el primer mes en la Sala de Neonatología, criarme al calor de las tetas de mami, por solo citar algunos. Ante semejante panorama, el moisés debió conformarse con permanecer en la saleta de casa, consumido por la añoranza.

Los primeros pasos me acercaron a la cesta. Mas no para dormir, sino para guardar los juguetes rusos, los famosos Din Don, trompos, carros, aviones… que me encargué de desmembrar sin pudor en busca de los mecanismos escondidos detrás del plástico. Ninguno salió ileso de las despiadadas torturas. Solo los que llegaron más tarde libraron del desguace.

Cansado de la sobrecarga, el moisés que nunca fue perdió la fisonomía para convertirse en El Cajón de los Mutilados, como lo bautizaron mis padres; cajón que seguí atiborrando de los destrozos.
Más tarde la caja del televisor Orizon recién comprado, arropada con las coloridas páginas de las revistas Unión Soviética, RDA, Bulgaria de Hoy, Rumanía y otras publicaciones, cuando en Berlín cierto muro permanecía en pie, lo sustituyó.

Entre guano y cartón vivieron familias incompletas de matrioskas, carritos sin timones, pistolas carentes de gatillos… durante años, hasta que cambié de casa y salvar el segundo Cajón de los Mutilados era el más imposible de los sueños.

Ahora tengo delante fichas de juegos de mesa, dados que nunca más rozaron un tablero, muñequitos forzados a ser cíclopes, entre otros sobrevivientes resguardados en el sitio donde yacen ciertos recuerdos. Ahora los años remuerden mi conciencia por semejantes atropellos.