“No, no, no, tú no me has entendido: este jarro de guayabas vale 1 CUC”, me dijo con una sonrisa de oreja a oreja el vendedor en la puerta de mi casa.
En Trinidad, la mayoría de los comerciantes callejeros lo convierten todo en CUC (el equivalente al dólar en Cuba); una sabia estrategia para contribuir a la salud cardiaca de la población. De lo contrario, las camas del Cuerpo de Guardia del hospital municipal no darían abasto. Es menos traumático escuchar: “esto vale 1 CUC” que no “esto vale 25 pesos cubanos”.
Minutos antes, el hombre abría la boca de la jaba de nailon para mostrarme las frutas rosaditas, apetitosas… Yo, en mi bobería matutina o mi despiste habitual, aún no lo tengo claro, pensaba se refería al monto del paquete entero.
Vaya sorpresa cuando el compañero mostró, de la nada, ¡taratatán…! un jarro abollado que, según él, era de cinco libras, pero más bien parecía de tres por la cantidad de golpes acumulados; era como un mago de bajo costo: en vez de sacar ases bajo la manga o palomas del sombrero, tenía un recipiente escondido sabe Dios dónde.
“Aguántame ahí, niño”, dijo mientras llenaba la barriga de la vasija con ocho guayabas maduras y pintonas. Ocho guayaba, señores. Ni más ni menos.
“Bueno, estas guayabas deben cultivarse en el mismísimo Jardín del Edén, tener propiedades regenerativas o estar en el top seven de las Maravillas de las Frutas Contemporáneas, ¿no?”, le dije con la esperanza de que el tipo entendiera mi sarcasmo, pero nada logró sacarlo del estribillo de “1 CUC”.
Horas más tarde, de recorrido por las vendutas particulares, constataba que las leyes del mercadeo popular cubano reserva los términos de libras, onzas u otra unidad de medida reconocida a nivel internacional para determinados productos. El resto, se comercializa a través de “el jarrito” “el cubito” “el potecito”. ¡Ay, Nestlé, si supieras cuánto has beneficiado a los vendedores de esta isla!
Un jarrito con tres o cuatro limones: 5 pesos; un potecito con ajíes: 5 pesos. Un jarro (grande) de guayabas… bueno, ya saben la respuesta. A este paso no me extrañaría encontrar “un jarrito con carne de cerdo” en un futuro no muy lejano.
El único consuelo fue ver a mi familia disfrutar los casquitos de guayabas durante el postre y escuchar a mi abuelo disertar acerca de los años en que se despachaba en cartuchos, desaparecidos de las bodegas sin boleto de regreso; del respeto al cliente, de las leyes de protección a los compradores. Mas, hoy en la calle no más ley que la de sobrevivir.
Al anochecer, cuando pensaba estar curado del berrinche, cuando ya no me importaba saber cuántas veces al mes el cubano de a pie puede darse el lujo de comprar guayabas con semejantes precios; cuando la sonrisa del vendedor empezaba a desdibujarse…, una supuesta especialista en belleza en un programa de la Televisión Cubana, cuyo nombre no quiero acordarme, aconsejaba con una tranquilidad espantosa: “y para este remedio lo mejor es aplicar trozos de guayaba, muy conocida por todos, muy fácil de encontrar y muy asequible a la población”.