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La jaba y el papelazo

Mi primer viaje fuera de Cuba fue a Georgetown, Guyana. Por aquel entonces no se había desarrollado la red no estatal de facilidades para cubanos, así llamo yo al negocio de mis coterráneos por esos lares, donde lo mismo te acompañan a un trámite consular a la Embajada de los Estados Unidos que a un vericueto recóndito para comprar cosas al por mayor.  

Me hospedé en un Airbnb. El precio de la habitación incluía el uso de la cocina, provista de arroz, sal y aceite. La estancia en Georgetown sería corta, pero no podía sobrevivir a base de arroz. Salí a buscar “suministros de boca”, como dice mi abuelo.  

Localizada a dos cuadras, la tiendecita parecía la cueva de las maravillas; un establecimiento modesto, pero bien surtido, al punto de agobiarme con tanta mercancía después de superar el trauma que tenemos los cubanos con el desabastecimiento. 

Compré refresco, leche, pasta italiana, azúcar, galletas, una tirilla de pequeñas bolsas de salsa de tomate, una caja de fósforos para encender el fogón y otras cosas que no recuerdo. 

¡Por qué no pedir una jaba, una bolsa! Así piensa una persona normal, pero yo soy sietemesino. Eso, más la secuela que provoca la ausencia de bolsas en las tiendas de Cuba activaron el chip de aprovechar hasta el último bolsillo disponible en mi cuerpo. “El paquete de pasta debajo del brazo, la botella de refresco aquí, las galletas allá, la tirilla que cuelgue del bolsillo trasero del pantalón, ¡qué más da! La leche en esta mano… Ah, ¿y empezó a llover? Bueno, tengo que comprar una sombrilla”.  

Desde el mostrador, la dependiente debió preocuparse por el estado de mi salud mental. Al verme convertido en aquel almacén ambulante hizo malabares para contener la risa. Con voz amable e inocente se me acercó y me dijo: “Señor, señor. La jaba… es gratis.” 

Imaginario soliloquio posmoderno de la cucarachita Martina

Imaginario soliloquio posmoderno de la cucarachita MartinaEstos billeticos, distribuidos de mayor a menor, suman mi primera remuneración salarial, que recibiera el pasado jueves después de un mes de trabajo. No sé si alegrarme o deprimirme.

Soy adiestrado. Mi sueldo es de 345 pesos en moneda nacional (ahora noto que tiene su gracia. Es un número fácil de graficar con los dedos, en tanto son tres dígitos consecutivos. Vaya, como que se podrían inventar una coreografía y todo). Llevado a pesos convertibles —el cruel y despiadado compañero CUC— sería cerca de 13.80, o sea: casi nada.

Les confieso que desde hace rato me daba vueltas la idea de asociar el sublime y traumático acto de cobrar con el popular cuento infantil cuyo personaje principal es la vanidosa cucarachita Martina, quien se encuentra una moneda mientras limpiaba su casa. (En España la historia la protagoniza una ratita —la ratita presumida—y en Panamá el nombre de la cucarachita es Mandinga, para que los amigos lectores allende los mares no estén desorientados).

En fin, que me imaginaba en vivo y a todo color a Martina barriendo la sala de su casa cuando ¡puf! se encuentra en el piso 345 pesos en moneda nacional y no una moneda de oro. Estoy seguro que la alegría no sería tanta. Sí sería un alivio porque, seamos honestos, algo es mejor que nada, pero la pobre cucarachita no pegaría saltos de loca ni podría saber de primera y pata qué quería comprarse con eso.

Más me parece verla tomar el fajo de billetes, respirar aliviada porque tiene algo para “ir tirando” por tres o cuatro días, que salir corriendo para la shopping. Se me ocurren varias posturas a asumir:

En todos los casos, separar primero la cotización del sindicato y la UJC, si pertenece a la organización. Luego puede ir —no correr— hasta la tienda de productos industriales y comprar pasta de dientes, detergente líquido, una estopita para fregar, espaguetis por la libre, una colcha, una botella de vino Soroa (ese sería el único gustico a darse), desincrustante para el baño… Todo ello en el supuesto caso de que Martina viva cerca del establecimiento; de lo contrario debemos descontar el dinero del transporte público y dejar una reserva por si la guagua no pasa y deba coger un motorcito de cinco pesos o un coche tirado por caballos.

También podría —esta variante creo sería la más usual— sentarse en la mesa con el dinero delante, una vez terminada la faena. Mirarlo, volverlo a mirar y cambiar la pregunta. Ya no sería: “¿Qué me compraré”?, tal cual narra la historia, sino “¿Qué me puedo comprar?”, pronunciado con cierto escepticismo.

Si Martina tiene móvil, póngale el cuño que lo va a recargar con un bono de 5 CUC, luego de haber pasado por la casa de cambio (CADECA), claro; si no vive en el lugar donde trabaja, guardará algo para el viaje o un imprevisto.

Muy importante: en esta historia Martina debe tener a su mamá, su papá, o ambos, vivitos y coleando para que la sigan manteniendo; debe cumplir a rajatabla las medidas de ahorro energético en la casa para pagar poca corriente y ni se le ocurra ir al mercado a comprar papa o malanga… Nada de ropas, zapatos, y mucho menos hijos: esos temas quedan prohibidos cuando se tiene un sueldo de 345.

Y en medio de ese imaginario soliloquio posmoderno, siempre quedará la duda: ¿Y si Martina fuera cuentapropista…?

Por estos días el salario es denominador común del chateo o las llamadas con la gente de mi grupo universitario. Casi todo el mundo ha hecho rituales parecidos. Con el sueldo delante, algunos le han hecho fotos, como yo; han sacado cuentas y resolvieron que les da para comprarse unas gafas y retocarse el pelo, a otros para sufragar los gastos de transporte, contribuir mínimamente a la economía familiar, ver a la novia que está lejos, ir al Coppelia varios días a la semana y, al menos por esta vez, guardar el billete de cinco pesos como regalo simbólico a un pariente que está fuera de Cuba. El mes próximo, ya veremos.