Coleccionista de canciones

Tengo buena memoria, muy buena memoria. Puedo recitar diálogos de películas infantiles sin equivocación, incluso imitar la voz de algunos personajes. Esta rara obsesion empezó con Cenicienta, la primera película que tuve grabada en un casete VHS. La primera y durante mucho tiempo, la única.

Poco a poco fijaba cada palabra hasta dominar el filme a la perfección. ¿Por qué no memorizar también las canciones?. Así nació el primer volumen de más de una docena de libretas que aun conservo, repletas de transcripciones de temas musicales. Ahí están desde los clásicos de Walt Disney hasta películas infantiles cuya fama no alcanzó para romper taquillas.

Reproducir-pausar-copiar. Reproducir- pausar- copiar. Ese era el algortimo. Después venían los ensayos frente al televisor. Más tarde, cantar a capella. Desde la cocina me parece escuchar a mis padres: «¿otra vez?». Y sí, otra vez iba a la carga. Lo peor es que no había descanso entre película y película. Las páginas engordaban con palabras en un abrir y cerrar de ojos. En mi adolescencia llegué a contar más de 50 canciones un día en que encontré los cuadernos anudados en una caja.

Esos temas de filmes producidos en su mayoría en la industria norteamericana amenizaron muchos actos revolucionarios de viernes en mi escuela primaria. Tendría yo ocho o nueve años. Más de un maestro pensaba que las letras (en su mayoría con mensaje de autoayuda según noté muchos años después) provenían de temas trovadorescos. Pobres, después vivían con la zozobra que los regañaran desde la dirección por difundir contenido estadounidense a las nuevas generaciones.

Coleccionista de canciones, eso fui desde niño. Eso soy. Ya no tengo libretas como antes, pero aun domino a la perfección cada canción, cada diálogo de los filmes de mi niñez. Desde pequeño aprendí que la música podía curarme. y decidí llenar mi mundo de canciones. Ahí me refugio, y me salvo.

Orquídea

Se llamaba Orquídea y tenía el don de hablar con los espíritus. La recuerdo al pie del fogón, con su turbante anudado en la frente, lentes gruesos, preparando guisos y comidas de la nada. Orquídea era alta, con piel de ébano y una sonrisa que jamás he podido olvidar.  

Heredó el don de hablar en lengua yoruba y bailar poseída por los muertos. Orquídea veneraba a San Lázaro. Lo veneraba de corazón, no como los falsos creyentes que han encontrado en la santería un negocio redondo. Su velada de diciembre se preparaba con semanas de antelación. Comida por todas partes, aun en tiempos de escasez.  

Por aquellos días yo era un chiquillo que se colaba en su apartamento de La Habana durante los meses de verano y algún que otro diciembre para la fiesta del santo. Ella acogió a mi padre durante un período de su existencia y creo que llegó a quererlo como un hijo. De lo contrario no habría motivo para que me consintiera como si fuera su nieto.  

El aroma de sus lentejas resulta una de las memorias más vívidas de mi infancia. Recuerdo paso a paso el ritual: el dulzor del plátano pintón que cocía para agregarlo después, el punto de vinagre, el sonido de la cuchara en el borde del caldero para verificar que el grano estuviera bien blandito y, finalmente, la olla de presión diseminando el aroma de ese guiso que jamás he vuelto a probar. 

La última vez que la vi los años le pasaban factura. Me recorrió el rostro con las manos y me bendijo en la lengua de sus ancestros. De vez en cuando se me aparece en sueños y me mira con sus lentes gruesos, su turbante anudado en la frente y su sonrisa infinita. Ella, que aprendió la lengua de los espíritus, ahora es uno de ellos. 

Vocaciones

Antes había que ser médico o abogado. Eran las carreras de élite, las que garantizaban un escaño en la escala social, la meta de las familias de alcurnia y el sueño a conquistar por quienes tenían bajos ingresos para salir de la miseria. 

Después llegaron la arquitectura y las ingenierías en sentido general. Este es un mundo de números, por mucho empeño que pongamos los amantes de las letras. Los algoritmos, los cálculos, la programación, los ceros y unos no ceden terreno. 

¿Qué quisieras estudiar?, le pregunté.  

Lo mío es sencillo, respondió. Yo quiero ser youtuber. 

Trazos

Mi caligrafía siempre dejó mucho que desear. El elogio “¡qué letra más linda tiene el niño!” no figura en los recuerdos de mi infancia. En sentido general todo lo relacionado con habilidades manuales resulta una asignatura pendiente, pero mi letra…ese es un asunto serio. 

De hecho, el primero de los tres o cuatro fraudes que cometí en mi etapa estudiantil (así era de miedoso o puntualito) fue en la prueba final de Dibujo Básico, en séptimo grado; una asignatura inservible para mí, los 45 minutos más largos de la semana, la tortura eterna de reproducir (mal reproducir en mi caso) figuras tridimensionales y tipografías llenas de arabescos.  

He intentado desde estilos cursivos hasta letras de molde. Desastre total. Algunos valientes se atrevieron a descifrar mis notas de clase en la universidad y desistieron en minutos. El oficio periodístico borró la mínima estética que tenía mi letra.  

En los últimos meses he escrito un poco más en papel. Hay notas que no puedo teclear en la computadora o el blog de notas del celular. Necesito deslizar el bolígrafo por la hoja en blanco para visualizarlas mejor. Locuras mías. Mas todo placer cae por tierra cuando empiezan a nacer mis letras deformes, incapaces siquiera de tener la misma altura. Mi relación con la caligrafía es irreconciliable.