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El imprevisto rumbo a la felicidad

El imprevisto rumbo a la felicidad“(…) Cuando el amor los llame, síganlo. Y cuando su camino sea duro y difícil. Y cuando sus alas los envuelvan, entréguense (…) Y cuando les hable, crean en él (…)” Khalil Gibrán

A la hora de moldear con palabras a su príncipe azul, Isabel solo esgrimió como requisito indispensable que tuviera pocos vellos. La imagen de haber visto un hombre con pelo en pecho en abundancia desde la ventana, años atrás, le atormentó toda la adolescencia al punto de preferir quedarse para vestir santos si fuera preciso, antes de aceptar como esposo a un mancebo peludo. 

Cuando apenas despegaban los años mozos se veía a sí misma casada con un magnate, convertida en propietaria de una mansión. Quizás añoraba despertar con el aroma de los cafetales ubicados a los pies de una hacienda imaginaria de la cual ella sería la dueña y señora… pero ni siquiera albergó entre los más irrealizables pensamientos la posibilidad de sucumbir ante los encantos de un emigrado español. 

Sucedió un día cuya fecha exacta yace extraviada. Isabel frecuentaba una casa en la calle Alameda cuando apareció aquel gallego aplatanado en una finca de Sopimpa, caserío del Escambray, dispuesto a pasear junto a la muchacha con quien se había comprometido hacía poco. 

Para siempre quedará en las enmarañadas veredas de los recuerdos si fue Pío, el emigrante, quien quedó fascinado por los ojos negros y la piel inmaculada de Isabel o si fue ella la que borró de un tirón su prototipo de belleza masculina al ver aquel hispano cubierto de pelo, pero con una mirada seductora que recordaría hasta el último de sus amaneceres. 

Las estampas rescatadas de la memoria ubican al extranjero rompiendo el compromiso antes contraído para cortejar a Isabel, que más tarde sería su esposa por más de seis décadas. Poco le importó a Pío la oposición al noviazgo por parte de sus guardianes en Cuba, mucho menos si la nueva pretendida provenía de un estrato social diferente al suyo. 

A propuesta de un tío de la joven abandonaron la vida citadina para asentarse en el lomerío, dispuestos a hacer prosperar los cafetales adquiridos con el escaso capital de Pío. No imaginaban que aquel negocio terminaría robándole parte de la inversión y los abandonaría a su suerte en una finca inhóspita que aprendieron a administrar sobre la marcha. 

Pese a la trampa, el inmigrante y la trinitaria encontraron la felicidad entre los paisajes bucólicos. Entre el bálsamo de rosas, el olor a tierra mojada y el aroma de las plantaciones tuvieron su primera hija, la mayor de seis hermanas nacidas más tarde. Después de diez años de desgaste, en el surco él, con plancha de carbón en mano ella, reunieron la suma necesaria para trasladarse al Central. 

Para ese entonces Pío empezó a incursionar en el universo de los ferrocarriles como maquinista e Isabel, entre otras tareas, vendía comida a los norteamericanos, dueños de la industria, en la casa convertida en varios momentos del día en una fonda. 

Una vez más-como un deja vú- aunaron el dinero preciso para regresar a Trinidad, ahora con tres hijas más a su cuidado. Después de vivir corto tiempo en la calle Mercedes se asentaron en una vivienda localizada en Reforma para construir el hogar soñado 30 años atrás, cuando eran jóvenes imberbes y se lanzaron a la misión suicida de quererse hasta que la muerte los separara, tal cual sucedió.

La casa, de número 365, devino epicentro de largas tertulias nocturnas, de veladas memorables donde una de las hijas tocaba el piano con impresionante maestría, otra jugaba con muñecas mientras la mayor enamoraba con uno de los hombres más apuestos de la ciudad. 

Cuando el Día de los Enamorados nos pisa los talones revivo la pasión de Isabel, mi bisabuela materna, y el día en que de poco le sirvió la idea entretejida en el pensamiento de un príncipe libre de vellos cuando miró los ojos café de mi bisabuelo Pío; una historia casi in-creíble que espero no muera conmigo, pero para ello necesito recordarle a Eros que todavía le falta un corazón por flechar: el mío.