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Alumno ausente

Alumno ausenteObligó a su madre a despertarme para darme la noticia. El reloj apenas marcaba las ocho de la mañana. Al otro lado de la línea, mi niño tenía una moneda y una caja de bombones en la mano, y por primera vez no se asustó cuando vio la sangre. “Ya largué mi primer diente, padrino”, me dijo, como el héroe que narra su más valerosa proeza.

Con semanas de antelación, Rubencito preparó todo el ritual: primero, escribir (entiéndase dictar un mensaje corto porque él apenas domina los primeros trazos) la carta al ratón Pérez, esa especie de mercader de los niños que intercambia dientecitos por monedas, golosinas o los antojos que puedan financiar el bolsillo de los padres; segundo, colocar la carta debajo de la almohada cuando el diente estuviera casi listo.

Pero mi ahijado tenía un deseo mayor: ver a Pérez; por eso encomendó a su madre la misión de velar por la llegada del roedor traficante. ¡Vaya sorpresa la suya cuando despertó la semana pasada y vio su recompensa, pero no logró entablar la ansiada conversación con el ratoncito!

“Me quedé dormida, pipo. Mami estaba muy cansada anoche y él debió pasar cuando pegué un pestañazo”, le explicó. Él estuvo inconforme al principio; mas, bastó la primera mordida al chocolate que le habían dejado como premio para borrar la tristeza.

“Ya largué mi primer diente, padrino”, fue la primera frase que escuché la semana anterior. Y ahora se le ve presumir de tener “alumnos ausentes”, como suele decirse en el argot popular cuando se caen los dientes; ahora está a la par de los otros niños de su aula.

Mientras, yo trato de acostumbrarme a la nueva sonrisa de mi niño, cuando miro el minúsculo orificio en su boca. La tarde lo sorprende averiguando cuál será el próximo “alumno ausente”. El nuevo mensaje está en proceso de escritura, pero esta vez confiado en que podrá ver a Pérez porque ha trazado una estrategia infalible: “cuando el diente esté a punto de caerse, me voy a hacer el dormido y cuando él venga a quitarlo me voy a despertar para poder saludarlo”.

La muralla de la simulación

La muralla de la simulaciónLa noticia impactó a quienes permanecían ajenos al fenómeno. Para mí, la declaración publicada por el diario Granma sobre la venta de exámenes del Nivel Medio Superior corroboró el secreto que viajaba de boca en boca, o de oído en oído, entre los padres de los estudiantes de preuniversitario.

El asunto no me sorprende. A las pruebas finales del Pre, las de ingreso a la Universidad, las de aptitud para optar por Periodismo, Arquitectura, Diseño Industrial -cuando tenía- siempre las ha envuelto el aura de si las capacidades “vienen ya con nombre y apellidos”.

Sin embargo, esta vez la problemática debió sobrepasar los límites de la tolerancia para publicarse sin tapujos en las páginas del periódico -conducta que debería ser más frecuente en los medios de prensa cubanos para evitar comentarios de acera o que la población consuma la versión de los medios extranjeros-.

No voy a juzgar la ética profesional de los implicados, eso compete a la conciencia de cada quien; tampoco me atañe disertar sobre los experimentos que en las últimas décadas han sumido al Sistema de Educación en un marisma del cual ha intentado levantarse esgrimiendo el arma de la radicalidad, poco efectiva e inteligente. A fin de cuentas no tengo argumentos sólidos ni pruebas irrefutables para apuntalar mi discurso. Entraría en catarsis, y terminaría en ridículo.

De todas las aristas del tema, la más preocupante para mí es la referida a la familia. No entiendo el razonamiento de los padres que sacan del bolsillo la suma requerida por el profesor, o peor: sean ellos quienes fomenten tan lamentable práctica, y se contenten con una calificación falsa. El egoísmo de moldear a los hijos por la fuerza me parece un acto de total inmadurez. Sería como si hubiese estudiado Historia del Arte o Derecho por imitar las profesiones de Carlos Enrique o Galinka.

Prefiero no atormentarme en pensar cómo sería, por ejemplo, confiar la casa de mis sueños a un arquitecto que obtuvo la plaza mientras ponía billetes al contado sobre la mesa de no sé quién…

El sabor del triunfo es incomparable, siempre lo he dicho. Pararse en medio del camino, voltear la cabeza y contemplar cuánto has logrado con tu sudor, voluntad, constancia…resulta único. Así lo he sentido. Sí, lo digo sin prejuicios porque sobre mí han colocado la cruz del niño a quien le han dado todo, incluso “le compraron la carrera de Periodismo”, tal cual escuché días después de mi prueba de aptitud.

Si bien es cierto aquello de que “la vida se encargará de desaprobarlos”, pienso en los perjudicados, quienes con un promedio limpio, después de noches de desvelo frente a los libros, tal vez no tengan una segunda oportunidad. Me duele la estampa de imaginarlos con sus sueños desmenuzados, en el andén, molestos o resignados, pero siempre en el andén mientras sube al vagón un individuo inescrupuloso gracias a las regalías del fraude, esa muralla de la simulación que ojalá caiga inexorablemente cuanto antes para evitar males mayores.