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Volverán las oscuras golondrinas

Volverán las oscuras golondrinas“Dios mío, ten piedad y misericordia de nosotros”, intento consolarme para no caer en la desesperación.

Que si estamos a las puertas de un nuevo Período Especial; que si no sé quién nos debe petróleo; que si nosotros le debemos más a otro no sé quién; que si vuelven los apagones…

Algo se venía cocinando. Lo vaticinaron los profetas callejeros hace meses, cuando vieron desaparecer ciertos productos de las tiendas recaudadoras de divisa hasta el sol de hoy, cuando a plena madrugada se cortó el servicio eléctrico. Las recientes reuniones del parlamento cubano lo confirmaron días atrás, cuyas declaraciones oficiales han sido el tema principal de las conversaciones de acera.

Aquellos días apagados de los ´90, admito, los conozco gracias a las anécdotas de la familia, libres de hipérboles y mistificaciones populares, y también gracias a algunas estampas que conservo de la niñez, varios años más tarde. Buena memoria, le llaman.

Tampoco soy tan ingenuo para creer que ahora será un “copy and paste” de esos años. El cubano de los ´90, que vivía en una burbuja y con una ceguera casi bíblica, no es el cubano de hoy. Demasiado ha llovido desde entonces. Demasiado nos hemos despabilado.

Pero tampoco creo a pie juntillas que los recortes de combustible y otras estrategias dirigidas al sector institucional mantendrán inmunes al ciudadano de a pie. Incertidumbre, le dicen.

De nuevo los frijoles se cocinan la noche anterior “por si las moscas”; de nuevo se echa mano a cuanto se pueda para tener algo de reserva en la casa “por si las moscas”; de nuevo las velas encabezan la lista de los artículos de primera necesidad “por si las moscas”. No lo digo por decir: lo veo, lo vivo.

“Ya lo escribió Gustavo Adolfo Bécquer: volverán las oscuras golondrinas”, me dijo ayer un buen amigo de alta cultura, como si el verso describiera los días por venir. Chiste aparte, creo que poner la frase entre signos de interrogación no vendría mal, al menos para consolarnos con el beneficio de la duda.

Lo único que me pregunto, y declarando mi casi analfabetismo en asuntos económicos, es cómo ante semejante panorama el producto interno bruto de Cuba, según los líderes, crece, señores, crece.

A oscuras

A oscurasHace una hora, más o menos, se quedó a oscuras el reparto universitario, donde transcurren mis días de lunes a jueves. Por suerte cociné temprano porque, sinceramente, no sé qué sería de mí con el estómago vacío a esta hora -8:30 pm-, máxime si hoy es jueves, lo cual significa reserva agotada de galletas y sirope, y el fogón donde preparo la comida es -adivinen- una hornilla eléctrica.

Gracias a Dios, de los años ´90, el período más lúgubre que haya conocido Cuba si de apagones se trata, recuerdo poco, pero con los 15 días que viví a oscuras después del demoledor paso del ciclón Denis, en 2007, y las noches de mi adolescencia que me sorprendieron con una penca de guano en la mano para quitarme el calor en los días de la severa crisis energética en la isla tengo suficiente.

Mas, sería falso negar cuánto me he divertido hoy porque aun cuando ha transcurrido bastante tiempo desde el Período Especial, el apagón todavía saca de quicio, todavía sorprende…, Las frases, las manías permanecen inmutables y, ante el corte de luz, reaparecen en un santiamén.

El proceso, de estructura en espiral, consta de varias etapas. La primera de ellas es la queja. Por eso, apenas se apagaron los bombillos, se oyó a la vecina decir: “Ay, Dios mío, ahora sí está bueno esto”. No importa si se trata de una avería o un problema más serio: lo importante es desahogarse. Cada quien tiene su expresión. La de mi padre es: “Anda, qué rico, Tata”.

Después llega la segunda fase: investigar las causas. Acaban de llamar a la Planta Eléctrica e informaron que un transformador explotó y la Universidad, junto a sus barrios aledaños, está a oscuras; que están trabajando en eso, pero demora. Ahora la vecina entra en el desquicie, tercer escalón del espiral. Por eso vaticina: “¡Mi madre, esto es pa´ largo! ¡Échale guindas al pavo! Yo te digo a ti. Caballero, no escampa, ñooo, aquí no escampa”. En este momento se acuerda del avance de la novela, lo cual la enerva aún más: “Con lo bueno que estaba el capítulo de hoy. Fulana se encontraba al fin con Perencejo… ”.

Un perro ladra. Grillos y chicharras amenizan la penumbra. Los dueños de la casa de enfrente hicieron una fogata pequeña para alumbrarse -tal vez una costumbre de aquí-. Si estuviera en Trinidad, mi padre ya hubiese sacado los sillones para la acera.

Ahora la vecina entró en la cuarta etapa: la proyección, un mecanismo de defensa, según estudié en Psicología. Es necesario canalizar la molestia. Para eso está el hijo, sin bañar todavía. Por eso ella -la vecina, su madre- le repite: “Te lo dije, pero es que tienes la cabeza muy dura. Siempre es lo mismo contigo, mijito. Ah, y no has hecho las tareas. Pues, mira, déjate de boberías y abre la libreta, porque a la hora que venga la luz vas a empezar aunque no duermas”. Me parece escuchar a Galinka pronunciar casi las mismas palabras. Me río. Oigo el sonido de una mochila al abrirse y unos libros puestos a regañadientes sobre la mesa.

Es tarde. Hace calor. La vecina entró ahora en la última  etapa: la resignación, acompañada de un rápido análisis logístico para precaver ante otra «fuga imprevista de electricidad». “Mañana voy a comprar velas. Todavía quedan algunas, pero nunca sobran”, le dice al marido.

Hablando de velas, ya se terminó la primera de las mías. A la segunda le queda poco. Debo terminar de escribir antes que la luz se consuma. La llama se agita. Los trazos se deforman por el apuro. “No te vayas a apagar, me falta poco -suplico- Déjame llegar el punto final. No te vayas a apag…”.

Nostalgias de sombras

Aquellas noches eran muy largas, decía mi madre. La comida debía estar lista con mucho tiempo de antelación porque podíamos quedar en penumbras de repente, tal cual había sucedido el día anterior.

Tenía apenas tres años. Ni siquiera sabía el año en curso. Mi único interés consistía en acostumbrarme a las dimensiones de la casona ubicada frente a la Plaza Mayor donde vivía desde el mes de noviembre después de un reajuste familiar de hogares: un palacete del siglo XVIII heredado por mi padre de manos de mi tatarabuela, cuyas dimensiones resultaban aplastantes al compararlas con la morada pequeña que me vio nacer, ubicada en el otro extremo de Trinidad, cuyo quicio servía a mi abuelo materno para contar historias al atardecer, como lo hacía el Narrador de Cuentos sentado al calor de la estufa.

No entendía por qué cuando llegaba la más tenebrosa negrura, los sillones y butacas del juego de sala de mi abuela materna eran trasladados del salón principal hacia la acera, para conversar hasta bien entrada la madrugada.

Esperaba la oscuridad como quien aguarda un regalo de cumpleaños porque cuando el quinqué de casa se encendía mi madre me contaba una historia distinta cada noche, escrita sobre la marcha cuyos protagonistas ella dibujaba al acomodar sus dedos gruesos a la luz emanada del recorte de frazada para limpiar el piso convertido en mechero. Nacía así una serpiente, una mariposa, un venado, un conejo… entre tantas otras siluetas.

Afuera mi padre hablaba con quien llegara de repente o cruzara por las calles negras. Recuerdo a un hombre llamado Pascual Cadalso: alto, flaco y de nariz pronunciada a quien escuché contar chistes cuando Trinidad estuvo 15 días a oscuras tras el paso del huracán Denis, mucho tiempo después.

Mientras, yo trataba de imitar con mis manos huesudas la serpiente representada en la pared de la saleta, cuyo perfil parecía el de una culebrilla inofensiva comparada con la de mi madre e intentaba construir una fábula con mis propias sombras.

Años más tarde me enteré que en aquel entonces corría el año `92, estábamos en Periodo Especial y el culpable de no poder ver la televisión o leer mi libro de La buena dueñita se llamaba apagón: suceso de una repercusión socio- psicológica inimaginable para los cubanos; fenómeno cuyo vaticinio ponía en duda las habilidades premonitorias de cualquier sabio, pues podía llegar de súbito aunque el día anterior lo hubiesen anunciado a determinada hora.  

Comprendí  por qué debía bañarme con el sol afuera, qué significaba la frase “tener algo adelantado para cuando regrese”, dicha por papi en las mañanas cuando ponía a ablandar los frijoles antes de irse a trabajar así como los rezos de mami a las once mil vírgenes para terminar de hervir el agua y sumergir luego mis pañales orinados. Era como el juego del gato y el ratón. ¿Quién ganaba: los hombres o el corte de energía eléctrica?

Supe que las sombras en la pared constituían el método más cercano a lo infalible para luchar contra mi intranquilidad desmedida y evitar algún tropiezo en medio de la oscuridad.

Pero no fue hasta apenas unas semanas cuando aprendí que los padres de muchos amigos míos también regalaron noches de historias con las siluetas emergidas de la luz de una chismosa, una vela o un quinqué para embelesarlos-aunque a una amiga lejos de apaciguarla, la alteraban-.

Solo espero que cuando la vida escriba el capítulo de mi generación-años más, años menos- además de hablar de cambios en la educación, la moda, la manera de asumir la vida, de una “juventud perdida”, entre otros criterios subjetivos y discutibles… no olvide mencionar que también fuimos los niños criados con sombras en la pared, reproducidas hoy por nosotros mismos para calmar a un pequeño si el apagón nos sorprende o como memoria de aquellas noches ahora recordadas con tristeza, mágicas entonces.