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Pez de agua salada

Pez de agua salada-islanuestradecadadiaA sus 60 años, Ana Estela nunca ha sentido el agua de río corriéndole por la piel. Ella puede hablar del salitre cuando se pega en los poros, de la piel quemada por el sol a la orilla del mar, de dejarse vapulear por las olas; puede describir con precisión milimétrica las playas de la costa norte, el paradisíaco y turístico Varadero…, pero su cuerpo nunca ha experimentado ni experimentará, según aclara, la sensación de sumergirse en el agua dulce.

No se trata de ningún trauma infantil; tampoco de temores inculcados por sus padres, quienes sí navegaron en todas las aguas; ni siquiera resulta una prohibición de los orishas. Simplemente un día cualquiera de su niñez supo que los ríos y ella estaban en corrientes opuestas. Por eso esta villaclareña raigal estableció esa especie de pacto vitalicio de respetar las aguas bajadas de las lomas, por ningún motivo confesado.

Tres décadas más tarde, al lado de su esposo, en medio de un paraje bucólico de Las Tunas, intentó romper el juramento. Mas de frente al risco, con la mirada puesta en las profundidades, supo que aquella alianza nunca llegaría a feliz término y con el mismo temor sacudiéndole el estómago, no sumergió siquiera un dedo del pie.

Después de aquel día, el contacto más próximo entre un manantial, un arroyo, un río y Ana Estela ha sido a través de fotografías o desde la ventanilla de un auto cuando ha atravesado los puentes entre Cienfuegos y Trinidad para llegar a la villa detenida en el centro-sur de Cuba.

Aún cuando las aguas dulces han mostrado su rostro más apacible y cristalino o su lado más seductor, rodeadas de palmas o entrelazándose con la orilla del mar… no han logrado enamorar a Ana Estela, quien no lamenta el hecho de desconocer cómo son los ríos «por dentro» y el alivio que provoca, sobre todo en estos meses de verano, darse un chapuzón en una cascada o hidratar los poros con las riadas que se escurren entre las piedras de un paisaje rural.

Plantada en plena urbe santaclareña, lejos de olas, arenas y caracoles, Ana Estela visita el mar cuando puede escaparse a Trinidad o al cercano poblado de Caibarién. Entonces recuerda los días de su infancia cuando iba de la mano de sus padres a bañarse en la playa, a construir castillos de arena. Ahí se siente como verdadero pez y mientras mira el horizonte se convence que su alma pertenece a la sal, no al reino de los güijes y las ninfas.

El difícil carisma de la pobreza

El difícil carisma de la pobrezaLlevo 72 horas viviendo en el cuarto de espiritualidad de un convento. Hasta ahora en los encuentros en la residencia de las Religiosas de María Inmaculada (RMI), ubicada en la barriada del Cerro, en La Habana, los varones dormíamos en salones amplios como estrategia para evitar travesuras a la hora del sueño. Este agosto, como éramos pocos hombres de Trinidad, se decidió enviarnos al ala de los ejercicios espirituales.

Mi primera visita a la casa madre de las RMI en Cuba fue en el 2000, cuando tenía 11 años. Durante cuatro días estuve solo con las hermanas, adolescentes, jóvenes y asesores de Sagua la Grande, Las Tunas, Cienfuegos y La Habana; un viaje sin la compañía de mami o papi donde, por cierto, lloré en balde durante horas para salir de aquel encierro. Al terminar el jubileo aprendí a sobrevivir lejos de casa.

Pero nada resulta comparable con esta experiencia, acaso porque aquel chiquillo inmaduro no tenía edad para aquilatar la envergadura de vivir en una habitación con el mínimo de condiciones, de una sobriedad por momentos agobiante, pero donde se aprenden valores que no te enseñan en la escuela.

Mi cuarto es el número 5. Cuando entras, a mano izquierda, hay un escaparate sin gavetas para colgar la ropa, al frente está una cama personal de hierro, a un costado queda una mesita donde apenas caben cinco libros. Al lado, sostenida por dos pies de amigos de madera torneada, tengo una tabla de menos de medio metro donde escribo este post en una hoja amarillenta, al estilo de los antiguos frailes y monjes. A la derecha queda un baño minúsculo y ante mis ojos una ventana enrejada, con vista al patio central donde los muchachos corren, juegan fútbol o se preparan para ir a comer. Las paredes tienen color marfil, no hay cuadros, lámpara de noche, flores u otros adornos, solo una cruz en el espaldar de la cama.

Del otro lado de la puerta, a mis espaldas, queda a un pasillo largo y silencioso. Se sienten pasos anónimos, el sonido de llavines y otras puertas que se cierran. Mi cámara fotográfica y el reproductor de música devienen único contacto con la tecnología, pero solo hay una cajita de corriente: para cargar la batería debo desconectar el ventilador. La cobertura es inestable, el celular sirve de poco. El teléfono público está roto. No tengo computadora, velas o incienso… pero ninguna de estas ausencias pesa tanto como creía.

Aun cuando sé que en pocos días todo será como antes, agradezco estas jornadas vividas en austeridad porque me han servido para afianzar mi admiración por quienes hacen de la pobreza y la obediencia un estilo de vida. No lo digo solo por las hermanas o monjas de clausura, sino por todos los que abrazan el acto de servir a los demás sin alardes, sin repartir migajas, sin esperar ovaciones masivas o reconocimientos públicos.

En esta especie de celda monacal no me siento tan mal, aunque a veces me falta el aire si recuerdo los descomunales espacios de mi casa. Desde aquí disfruto el canto de los pájaros al atardecer, el encanto del silencio de la noche, y en las mañanas me despierta la luz del sol. De vez en cuando aparece algún espíritu existencialista, pienso en mi familia, mis amigos, mi futuro, en ciertos fantasmas y tormentos; pienso otra vez en quienes ayudan a un necesitado ahora mismo…pienso mucho, quizá demasiado para mis 24 años, y me aferro a la idea de que algún día mis plegarias serán atendidas como quiero.

Experiencia de atardecer

Experiencia de atardecerEl ocaso despierta en mí un romanticismo reservado, secreto, aunque mi madre crea que soy muy poco romántico. No sé qué extraño sortilegio esconde ese momento para desnudar las almas, romper corazas, avivar la ternura y la melancolía.

Mis recuerdos de contemplar una puesta de sol estaban inconclusos. Cuando tenía tres años mis padres me llevaron a ver el atardecer. Debía permanecer con los ojos alertas para “pedir un deseo cuando el sol besara al mar”, pero nada conservo de aquel momento, salvo la pregunta de cómo era posible un beso entre el sol y el mar, según me dijeron después. Gracias a una amiga que nos abrió las puertas de su casa en La Boca-un poblado costero localizado a pocos metros de Trinidad- completé la experiencia.

Si bien puedo presumir de la vista de ensueño desde mi ventana hacia la Plaza Mayor de Trinidad, ella tiene un portal frente al mar. Su casa ha sido de las pocas en conservar la visualidad. Los hogares vecinos no han corrido la misma dicha porque las viviendas construidas en los últimos años -“las intrusas”, como diría Dulce María Loynaz en Últimos días de una casa– se han alzado delante de sus narices en una suerte de muralla que les prohíbe ver las olas y los botes cuando navegan.

Terminábamos de comer. La luz del ocaso se colaba lentamente y coloreaba el espacio con los tonos del crepúsculo. Algo especial sucedía afuera. Salimos al portal, seducidos por el misterio.

El sol bajaba a encontrarse con el mar. De un lado las montañas, con las faldas sumergidas en agua salada. Entonces recordé la canción inmortalizada por el dúo Escambray y que llega a nuestros días como un himno a la ciudad: “Cerca del mar y del monte tengo gaviotas, tengo sinsontes.  Cerca del mar y del monte tengo gaviotas, tengo sinsontes… y un poco de soledad. Trinidad, Trinidad…”.

Desde el portal una amiga tomaba fotos, otro decidió ir al mar para estar más cerca de las olas. Sentado en el sillón me estremecía; pensé en mis amigos-los de aquí y los de allá-, en mis musas… en cómo pudiera cumplir, algún día, uno de los sueños de mi padre y comprarle un terreno sin lujos, pero donde él pueda mirar el horizonte cada día.

Cierta vez leí: “atesora tus momentos felices, ellos proporcionan un buen respaldo para la vejez”. Por eso hice mío aquel instante fugaz. Mientras el sol se diluía en las aguas pedí el deseo pendiente desde mis tres años, con la esperanza de que los atardeceres nunca me falten cuando llegue a viejo y, sobre todo, tener a alguien a mi lado para compartirlos.

Estampas entre penumbras

Estampas entre penumbrasGusto poco de la vida campestre, lo admito. Aunque mi abuela materna nació en un cerro del Escambray, el encanto de permanecer rodeado de palmas, ríos, tierra, vacas y terneros perdura hasta el atardecer. Ahí el hechizo pierde efecto y mientras el Sol desaparece, crece en mí un deseo incontrolable de correr hasta la ciudad más cercana. “El campo es para las vacas”, sostenía un  ancestro desconocido, a cuya sentencia me acogí cuando comencé a espigar-nada tengo en contra de quienes viven en esos parajes, no los enjuicio en absoluto, aclaro.

Sin embargo, si alguien me hubiese vaticinado que la semana pasada terminaría a bordo de un jeep, dispuesto a adentrarme en el corazón de varios pueblitos rurales,  en medio de una noche sin luna, nunca le hubiese creído.

Sucedió. Después de terminar una cobertura me informaron de una salida nocturna en compañía de algunos dirigentes del territorio para conocer acerca de varias irregularidades ocurridas monte adentro.

Deslumbrado por la propuesta,  accedí sin más pretensiones que ganar en entrenamiento para mi futura profesión. Nada imaginaba del cúmulo de vivencias que traería al regreso, más allá de la información recopilada con trazos apurados para redactar después.

Apenas entrábamos a Magua, un caserío de pocos habitantes, alejado de la carretera, cuando las luces delanteras descubrieron la primera imagen. Sentados en la parada, donde lo mismo se detiene un camión que un ómnibus Víazul, tres guajiros velaban por la tranquilidad de la zona, inmersos en la más completa oscuridad, con los caballos amarrados bien cerca y un machete a mano listo para usar en caso de imprevistos. Hacían cuentos, tal vez tan ficticios como los de Juan Candela para “matar el tiempo porque no existe nada mejor que sentarse en este quicio y conversar todas las noches”.

Ya en el camino central se erigían casas de madera a ambos lados. Otra vez las luces delanteras develaban colores, esta vez de las plantas sembradas en latas y colgadas en los portales para embellecerlos. Había helechos, tilo, violetas… entre otras especies botánicas que contrastaban con los muros de tablas. Una puerta estaba abierta, desde el interior una anciana intentaba descubrir quién interrumpía la quietud nocturna.

Al regresar rumbo a la carretera, un hombre sorteaba la irregularidad de la vereda, carente de alumbrado público, mientras llevaba al hombro un saco bastante pesado, según parecía. ¿Y si se cae?, dije para mis adentros. Pregunta tonta, bastaba verle evadir los baches sin ninguna linterna o farol para comprender que conocía la ruta al dedillo.

Casi llegando a Manaca, un batey donde en tiempos del esplendor azucarero se erigió una de las casas-haciendas más renombradas en todo el Valle de los Ingenios, dos jinetes cabalgaban rumbo a las afueras con las cantinas de leche vacías. Apenas eran las once de la noche “pero ya hay que tenerlo todo previsto para empezar a ordeñar cuando den las cuatro de la madrugada y así la leche llegue a tiempo”.

A pocos metros un foco alumbraba los corrales donde permanecían controlados toros y carneros. “¡Custodio!”, llamó el funcionario. De las ruinas de una carpintería apareció la silueta de un hombre achaparrado, de aspecto noble y ropa gastada. De inmediato comenzó a responder las interrogantes relacionadas con el trabajo, pero a mí me quedaba la duda: “¿No le da miedo estar solo aquí durante toda la noche?” “No- respondió él- yo siempre estoy acompañado”. Pensé, lógicamente, en un compañero de turno, pero nunca preví que él apuntaría a un gallo posado en un trozo de madera. “Ese es mi compadre, hace más de tres años está conmigo en cada guardia”.

Mientras atisbaba la valla con el saludo de bienvenida a la ciudad, apresaba en tinta cada una de las estampas descubiertas en medio de las penumbras del campo. “¿Tomando nota, periodista?”, preguntó uno. “Elementos imprescindibles para después escribir el comentario”, respondí…pero nada sospechaba aquel hombre uniformado que mi mente entretejía una historia distinta para publicar el martes.