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¿Iberostar o Campismo?

Iberostar o Campismo?Mirando el gesto de desprecio y petulancia de la carpetera del hotel me preguntaba qué gallo cantaría si en ese momento yo tuviera nacionalidad española, francesa, japonesa… cualquiera, menos la mía.

Un día antes llegaba yo al Iberostar Daiquirí, en Cayo Guillermo, Ciego de Ávila, dispuesto a disfrutar de mis últimas vacaciones como estudiante, porque la semana próxima, a estas horas, estaré en mi segundo día laboral. Gracias a mis papis logré enrolarme en esas ofertas que hacen para los cubanos en los meses de julio y agosto -sepa usted que la palabra “oferta” es otro de los tantos eufemismos comunes por estos lares-.

Después del check-in nos llevaron a la habitación. ¡Vaya sorpresa! ¡The room was not ready! A la entrada una especie de cascada en miniatura saliendo del aire acondicionado y llegaba hasta las camas. Pensé era culpa de los clientes anteriores. Craso error el mío cuando regresé dos horas más tarde y vi el cuarto preparado, pero con la inundación aún más grande. Llamé a recepción. Mandaron a los técnicos a arreglar el desperfecto. “Es que la cajita por donde desagua está desequilibrada, pero esto se arregla, no se preocupe”, me explica el compañero.

Me voy la piscina. Música, traguitos, buena compañía. La tarde va cayendo en un paisaje romántico. Llego a la habitación y… el romanticismo se diluye en ese charco que otra vez cae desde la rejilla del aire acondicionado. Otra llamada a los técnicos, que vienen y esta vez solucionan la avería picando un pomito de agua mineral Ciego Montero para sostener esa dichosa cajita de agua. ¡Ay, pomitos de agua, laticas de embutidos, jabitas de nylon… qué sería de las innovaciones cubanas sin ustedes!

Y ya tarde, en el silencio de la noche, cuando las luces se apagan, como describiría una novelita rosa: ¡Taratatán, apagón en todo el piso! Sí, queridos amiguitos, apagón en un edificio de un Iberostar cuatro estrellas. En un flashazo -esos flashazos provocados por la ira- me pregunté si estaba en un hotel Iberostar o en una base de Campismo Popular (con el debido respeto a los trabajadores de la mencionada instalación de veraneo para los cubanos, no me malinterpreten). Entonces ahí, en la oscuridad, reparo que en el piso donde me alojo están los cubanos. “Mmm… ¡qué raro!”, diría satíricamente el humorista Jorge Díaz si estuviera ahí. Viene el técnico -el pobre, hay que darle la medalla del mérito laboral- y nos dice que la fase de ese módulo tenía algunos problemas en los últimos días, pero él nos devuelve la luz.

Seis de la mañana. Me levanto a orinar. Piso frío y mojado. Adivinen… ¡el charco está de vuelta! ¡The pool is back! Quien comparte el cuarto conmigo baja al lobby y pide cambio de habitación. Se lo niegan. “El hotel está a tope”, le engañan. Pide hablar con el Jefe de Carpeta. La recepcionista tambalea y “¡qué suerte, hubo una cancelación de último minuto y podemos darle una habitación nueva, en otro módulo!”. Sonríe plásticamente y yo la miro con ese gesto de engáñame que me gusta.

Nueva habitación. El piso seco. Las camas hechas. Empiezan las comparaciones: en el primer cuarto había un televisor ATEC-HAIER, en esta hay un Samsung de pantalla plana; la primera estaba en el fin del mundo, esta tiene vista a la piscina; en la primera faltaba una lámpara de noche y un cuadro en la pared, esta está perfecta; en la primera el mini-bar no enfriaba, en esta el agua está casi congelada…

Si yo fuera francés, ¿hubiese tenido que dormir una noche entera en una habitación con un aire acondicionado en mal estado? ¿Acaso no pagué (y bastante caro, cabe notar) para tener confort durante tres noches y cuatro días como cualquier huésped? ¿La primera habitación donde estuve sería una de esas que cierran de vez en cuando a causa de desperfectos, y nos habían ubicado allí para repartir las ganancias entre sabe Dios cuánta gente del hotel? ¿Por qué los CUC que mis padres ahorraron durante el año valen menos que los euros y los dólares? ¿Por qué la recepcionista me miró como si fuera una cucaracha cuando le exigí por mis derechos como cliente? ¿Por qué me discrimina una cubana como yo?

Silencio. Salgo al balcón, al fondo queda el mar. Vuelve otra vez la pregunta: ¿Y si yo fuera turista…?

Un cuarto de siglo

Un cuarto de siglo islanuestradecadadiaSegún el cálculo de los especialistas debería haber nacido a mediados de julio de 1989, bajo el signo de las temperaturas estivales y el apogeo del verano. Pero yo, que no simpatizo mucho con el calor, decidí adelantarme un mes y medio a sabiendas de no estar formado completamente. Ese fue mi primer acto de rebeldía, dice mi mamá.

Una semana después, luego de mantener con el corazón en la boca a Pediatras y enfermeras con mi Apgar de 4.5 y mis tres libras y media, la vida de este prematuro transcurría entre los muros de una incubadora de la sala de Terapia Intermedia de Sancti Spíritus porque me remitieron a la cabecera provincial ante tanta gravedad. Del otro lado del cristal del salón estaban Galinka, que me vio por primera vez a los siete días de la cesárea, y Carlos Enrique, que por ese entonces podía postularse a modelo a juzgar por su flaqueza, resultado de viajar a diario a las dos villas para cuidar por su esposa e hijo.

Justo ahí, en el clima menos romántico de todos, en medio de ese olor a hospital, estuvimos los tres junticos. Por un momento mi madre albergó la esperanza de que yo fuera otro de los niños de la sala, al menos uno con mejor porte, y no esa lagartija cabezona, con patas de rana; esa rabuja intranquila e inapetente con ojos de búho. Vaya sorpresa la suya cuando mi padre le confirmó que, efectivamente, el “bichito” era el de ellos.

Entonces Galinka rompió a llorar y con esa sinceridad tan suya le confesó a mi padre: “¡Ay, Carlos, esa cosa no se nos salva!”. Ese fue el primer elogio de mi madre para conmigo.

De aquel momento aciago, como dirían los poetas, ha transcurrido casi un cuarto de siglo y aquellos infructuosos intentos para aumentar mi peso, las noches de desvelos, la tensión de si tendría problemas con el aprendizaje… ambientan ahora las conversaciones familiares como estampas a las cuales es preciso volver para conservarlas lo más fiel posible, en tanto la memoria lo permita.

A solo horas para llegar a la mitad de la media rueda me sigo considerando dichoso -así, sin falsa modestia-, pese a las avalanchas y sinsabores, que, paradójicamente, te impulsan a navegar con más fuerza ante marejadas peligrosas. Con pocos sueños rotos, muchos realizados y una montaña pendiente continúo mi ejercicio de supervivencia, no con pesimismo, sino con el convencimiento que es el precio a pagar por los riesgos y yo tengo alma aventurera.

Al fin y al cabo no he hecho otra cosa desde aquel 23 de mayo de 1989, cuando me empeciné en nacer: sobrevivir, escalar, caminar… contra todo pronóstico científico y mundano, acompañado de los míos, intentando florecer donde algún día Dios, los espíritus, la energía, la Madre Natura, la Vida… decidió plantarme.

Huellas imprevistas

Huellas imprevistasMis vacaciones empezaron con lágrimas. La entrega de los trabajos finales en la Universidad, las horas de estudio para los exámenes, la ansiedad de esos días y varias preocupaciones me sumieron en un abismo que, en serio, no le deseo ni a mi peor enemigo. 

Tal vez porque sé del agitado semestre que toca a las puertas o porque en enero estaré inmerso en la investigación para graduarme, es que no tuve grandes ambiciones para los meses de julio y agosto, lo juro, solo descansar en casa para reponer fuerzas, nada más. 

Sin embargo, la vida -el destino, Dios…- me demuestra una vez más su omnipotencia. Todas las tristezas de julio se convirtieron en alegrías de agosto. 

Mientras el inicio del séptimo mes del año me sorprendió en vilo, en plena madrugada, los amaneceres del mes siguiente llegaron desde La Habana, en un viaje pendiente de escritura por los “papelazos” que este servidor y su compañero de aventuras hicieron en la capital. 

Después vino Gisse, la musa de Cuba profunda, con acompañante incluido; una visita pendiente hace tres años. Y al fin le pude mostrar mi Trinidad con calma, compartimos la Cascada de Javira, la mesa, la comida de Carlos Enrique, cafés, risas, chistes, secretos…

Una semana después llegó Leydi, la musa que lanza botellas al mar. Estuvimos en la playa, su delirio, hasta bien entrada la tarde; como a Gisse, la llevé al salto de agua con 9 metros de profundidad, donde el agua siempre es fría, pero vale la pena el riesgo por el camino, el paisaje, la experiencia. Y también compartimos la mesa, la comida de Carlos Enríque, cafés, risas, chistes, secretos…

“Menos mal, los amigos siempre vienen al rescate. Menos mal, esta noche no estoy solo en el combate. Siempre igual, los amigos traen escudos pa´ salvarte y al final te levantan como único estandarte”, dice una canción.

Llegaron los últimos días de agosto y cruzó el umbral de casa una de las intérpretes que más admiro, de pequeña estatura pero grande, muy grande de corazón, capaz de enamorar a niños y jóvenes con sus canciones. Ella es, como reza el título de una de sus obras, como un duende. Tal vez los espíritus la atrajeron hasta aquí, a lo mejor estaba predestinado.

No pueden faltar mis blogs, mis dos bebés, como les digo, y con ellos todos los amigos que cada martes y domingo hacen clic en las coordenadas digitales para acompañarme.

Así pues, a pocos días para viajar otra vez a Santa Clara para empezar el último semestre de la carrera, cuando se divisa en el horizonte el camino para la tesis de diploma, cuando se avizora el extraño sentimiento de imaginar cómo me sentiré dentro de un año al llegar a un medio de prensa, me permito esta especie de alto en el camino, quizá porque siempre es bueno aquello de mirar atrás para seguir adelante.

Mis vacaciones empezaron con lágrimas, pero terminaron con sonrisas. Aunque me falte la presencia física de muchos para compartir estos momentos porque están del otro del mar; aunque asoman nuevas jornadas de aventura, muy prometedoras, por cierto; aunque de vez en cuando amenacen preocupaciones… siento las huellas de estos acontecimientos imprevistos.