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Soledad compartida

Soledad compartidaEsa noche las cosas no salieron como él las planificó. Después de comer con sus amigos, irían todos a los carnavales para festejar hasta el amanecer. Él quería bailar, pasar un rato agradable, pero después de la medianoche a un miembro de la tropa le entró sueño, otro debía terminar tareas y el último prefirió irse con su familia.

Regresó a casa, con todas las ganas de hacer sofocándolo. Intentó dormir, pero la ira y el llanto lo impedían. Resolvió irse a la hamaca, afuera de su cuarto, prendió el celular y leyó unas palabras, almacenadas ahí, que no escribieron precisamente para él, pero aún así las ha hecho suyas.

Eran casi las tres de la madrugada, quería llamar a su amiga, la autora de ese mensaje tantas veces convertido en tabla salvadora en medio de la tormenta, pero no eran horas. Ella quizás dormía y él no tenía derecho a interrumpirle el sueño, pensó.

(…)

A varios kilómetros de distancia, en otra provincia, el insomnio torturaba otra vez a una muchacha: le traía malos recuerdos, le hacía dar vueltas en la cama hasta sumirla en la tristeza. Ya había leído suficientes versos y prosas, había contado infinidad de ovejas y no tenía ánimos para escribir.

Encendió el celular, buscó en la lista de contactos, encontró el nombre de su amigo. Quería llamarlo, pero era tarde, quizás dormía y ella no tenía derecho a interrumpirle el sueño, pensó.

(…)

Solo al día siguiente, mientras conversaban vía telefónica, supieron que pudieron haber realizado esa llamada en la madrugada porque justo en ese momento ambos estaban despiertos al otro lado de la línea, deseosos por compartir tribulaciones. Ambos estaban en esa rara sintonía que logran los buenos amigos, los hermanos.

Así fue, aunque parezca difícil de creer. A una misma hora, un mismo día… ellos se pensaban mutuamente. Desde entonces, cuando cuecen heridas del alma, la soledad no es total porque, quizá, en ese preciso instante ocurre otra vez ese raro embrujo a distancia que alivia la carga, y hace que la soledad sea compartida.

Desde la Montaña Vieja

Desde la Montaña ViejaSi escribiera un libro con las anécdotas de cada uno de sus viajes, hoy día viviría de los derechos de autor, sin lugar a dudas. Seis décadas marcan su calendario, pero tiene el espíritu de un universitario.  

A sus 60 años se regaló un viaje a Machu Picchu. Recorrió cuanto sitio pudo, en tanto el tiempo le permitió. El centro, los alrededores de Lima, Cuzco, entre otros puntos geográficos conformaron las  14 carpetas repletas de imágenes para documentar el periplo y que más tarde me servirían para admirar la arquitectura de esos parajes, los trajes típicos, las artesanías… a través de la clarividencia de su lente.

La escalada rumbo a las alturas del promontorio rocoso resultaba el clímax de la aventura. Aunque meses atrás rebajó unas libras para enfrentar el momento, de seguro imploró a cuanta deidad conocía la fuerza necesaria para llegar al final cuando se vio en el punto de arranque. Mientras más se acercara la meta el frío arreciaría despiadadamente, él lo sabía, pero valía la pena: caminar por el poblado andino inca edificado en tiempos de las antiguas civilizaciones era su sueño y lo logró.

Posiblemente en la cima sintió el mismo deslumbramiento del empedrador inca Pachacútec en el siglo XV, cuando el monarca hizo suyo el territorio donde ordenó erigir un complejo de edificaciones sin precedentes, signado por la opulencia. Quizá su alma experimentó una sensación inigualable de libertad, plenitud…

Ahí estaba, en la cúspide de una de las siete maravillas del mundo moderno, tras varios días de caminata, acompañado de su hija…celebrando sus 60 primaveras.

Meses después regresó a Trinidad, compartió con nosotros-como en tantas otras ocasiones- el baúl de fotografías digitales del recorrido y escuchamos sus crónicas de viaje.

Días más tarde, sentado frente a la computadora, me dispuse a recorrer otra vez Perú de la mano de sus imágenes. Al final de la carpeta, mezclado con otros videos, uno decía “Pidiendo por mis amigos”. Tal vez lo había copiado por error con la premura típica de los viajes en ese intento de no olvidar nada, pensé. Pero no, la grabación estaba en el sitio correcto… porque mientras admiraba el verdor de aquel paisaje andino él recordó a sus seres queridos.

Nada dijo… solo adjuntó el video al final de la lista de carpetas.

Ahí estaba yo, sobrecogido mientras escuchaba sus palabras porque lejos estaba de imaginarme que al borde de Machu Pichu- Montaña Vieja en nuestra lengua- un amigo mencionaba mi nombre, el de mi familia y nos hacía partícipes, de manera especial, de aquel momento sagrado.

En busca del sonido ausente

A Alfredito Zerquera

Su alma partió hacia rumbos desconocidos demasiado rápido. ¿Quién sabe cuántas melodías soñaba con interpretar todavía en la flauta, la fiel amiga que lo acompaño desde su juventud?

Nadie lo sospechaba, no estaba previsto, ninguna enfermedad lo aquejaba, apenas aparecían las canas…, pero las agujas del medidor de presión se dispararon vertiginosamente, apagaron el cerebro y, en solo día y medio, arrastró su cuerpo hacia el umbral donde no existe el regreso.

Es un hecho: Alfredo Zerquera, Alfredito o Zerquerita, como le conocían cariñosamente sus colegas músicos, amigos, familiares… ya no volverá a encantar al público con las melodías silbadas en su instrumento-al menos no en el mundo terrenal-.

Frente a acontecimientos así, es cuando la vida nos recuerda que aunque pretendamos labrar nuestro destino, esquivar los malos augurios… ella tiene la última palabra y ríe de último en nuestra cara -muchas veces con sarcasmo-. Con solo cerrar las válvulas del corazón se termina la existencia, así de simple.

¡Y es que a Alfredito le faltaba tanto por hacer! Y me atrevo a decirlo porque presencié sus ansias constantes de escalar más alto, de apostar siempre por el Arte, la Música, la Cultura, por Trinidad-solo alguien como él asumiría el liderazgo de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en la ciudad, cuando la organización estuvo al borde del colapso, una misión casi suicida -.

En días como este lamento en demasía no haberlo entrevistado como el flautista excepcional que fue, fundador del cuarteto Leyenda, integrante de la Orquesta Aliamén, Las Cuevas, Estrellas del 48, entre tantas otras agrupaciones donde dejó el alma…, merecedor de infinidad de lauros por su quehacer dentro y fuera de fronteras, esposo, recientemente abuelo. Pero es que-repito-nadie avizoraba este adiós.

En mi adolescencia me encapriché en aprender guitarra. El me regaló las tardes de los lunes y miércoles e intentó enseñarme a leer el pentagrama. Me habló de la clave de Sol, la de Fa; de solfeo, negras, blancas, corcheas, fusas… pero nunca fui capaz de comprender el lenguaje musical. “Lo tuyo es el canto”, me dijo.

Ahí estuvo, haciendo arreglos de último minuto a una canción para interpretar en festivales, buscando el vals ideal para la fiesta de una quinceañera… con la gorra para proteger del Sol su cabeza afeitada, montado en su bicicleta-tan pequeña como su estatura- con el estuche de la flauta en la espalda para ir a ensayar a la Banda Municipal, a amenizar las noches en las escalinatas de la Casa de la Música con las melodías de boleros y guarachas con ese aire protocolar que siempre lo acompañó.

El próximo Viernes Santo faltará el sonido de su instrumento para acompañar a la Virgen de la Soledad en la procesión del Santo Entierro, su asiento en la tribuna el Primero de Mayo estará vació, no estará asomado en la ventana de su casa, con el saludo al vecino, no estará…

Dicen que los caracoles guardan el sonido del mar. Si colocas uno en el oído sientes al vaivén de las olas. Tal vez ese sea el reto de ahora en adelante: ir en busca del sonido ausente, escuchar con más atención los ensayos de la Banda o mirar cuidadosamente las escalinatas al atardecer, para sentir a Alfredito tocar desde otra dimensión porque, esté donde esté, estoy seguro que no ha abandonado la Música y se niega a cambiar la flauta por una lira, al ángel que ahora lo acompaña.