Esa noche las cosas no salieron como él las planificó. Después de comer con sus amigos, irían todos a los carnavales para festejar hasta el amanecer. Él quería bailar, pasar un rato agradable, pero después de la medianoche a un miembro de la tropa le entró sueño, otro debía terminar tareas y el último prefirió irse con su familia.
Regresó a casa, con todas las ganas de hacer sofocándolo. Intentó dormir, pero la ira y el llanto lo impedían. Resolvió irse a la hamaca, afuera de su cuarto, prendió el celular y leyó unas palabras, almacenadas ahí, que no escribieron precisamente para él, pero aún así las ha hecho suyas.
Eran casi las tres de la madrugada, quería llamar a su amiga, la autora de ese mensaje tantas veces convertido en tabla salvadora en medio de la tormenta, pero no eran horas. Ella quizás dormía y él no tenía derecho a interrumpirle el sueño, pensó.
(…)
A varios kilómetros de distancia, en otra provincia, el insomnio torturaba otra vez a una muchacha: le traía malos recuerdos, le hacía dar vueltas en la cama hasta sumirla en la tristeza. Ya había leído suficientes versos y prosas, había contado infinidad de ovejas y no tenía ánimos para escribir.
Encendió el celular, buscó en la lista de contactos, encontró el nombre de su amigo. Quería llamarlo, pero era tarde, quizás dormía y ella no tenía derecho a interrumpirle el sueño, pensó.
(…)
Solo al día siguiente, mientras conversaban vía telefónica, supieron que pudieron haber realizado esa llamada en la madrugada porque justo en ese momento ambos estaban despiertos al otro lado de la línea, deseosos por compartir tribulaciones. Ambos estaban en esa rara sintonía que logran los buenos amigos, los hermanos.
Así fue, aunque parezca difícil de creer. A una misma hora, un mismo día… ellos se pensaban mutuamente. Desde entonces, cuando cuecen heridas del alma, la soledad no es total porque, quizá, en ese preciso instante ocurre otra vez ese raro embrujo a distancia que alivia la carga, y hace que la soledad sea compartida.