(…) Bajo el burlón mirar de las estrellas que con indiferencia hoy me ven volver (…)
A poco más de un año sin pisar los adoquines, camino por la ciudad cuya fisonomía era capaz de reproducir con los ojos cerrados, al menos de los lugares donde se cuece la imagen cosmopolita que alivia la ausencia de mar que signa este paraje. Sin temor a equivocarme creo que por vez primera puedo aquilatar el significado de aquello que esbozara Carlos Gardel: “Sentir / que es un soplo la vida / que veinte años no es nada…”.
Llego con la despedida de la tarde, subo por la misma calle de siempre hasta llegar al costado del parque central. El lugar mantiene su condición de punto de encuentro para amigos y enamorados, a ratos veo a alguien con la guitarra al hombro o con pinta de viajero de la ruta 3 y creo que aún existe el riesgo que algún pájaro te “bendiga” desde las ramas con sus “esencias naturales”. Pero el trasiego es distinto: ahora es una zona wifi, casi todo el mundo está con el celular en la mano, hablando por IMO, revisando Facebook, el correo electrónico o liberando sus demonios en las redes.
También aquí ha crecido el cuentapropismo de la noche a la mañana. Existen nuevos restaurantes, temáticos incluso, punticos de alimentos ligeros, talleres para reparar celulares, tiendecitas para comprar gangarrias…
Mas, en la esquina sigue el lugar para matar el hambre si eres universitario, donde las muchachitas podían —¿pueden?— entrar en sayas cortas y blusas de tirantes, pero los hombres necesitaban —¿necesitan?— cumplir un código de etiqueta de un sitio de lujo.
Está el Coppelia, con su escasez de sabores y la cola que dobla la esquina, la señora que pide un peso para comprar cualquier cosa, el café, los artesanos, el sitio de las hamburguesa de ave-rigua, el chofer proponiendo “taxi, taxi” y, más abajo, la parada de la guagua donde hay que lanzarse para “clasificar”.
Aunque a lo lejos escucho propuestas de tarjetas Nauta para Internet, es la ciudad de los recuerdos la que se dibuja ahora, cuando la felicidad se resumía a tener la barriga llena con comida decorosa, estirar el dinero de la semana para permitirse alguna fiesta y caer de vez en cuando en la embriaguez para vociferar en plena calle que había llegado la hora de “subir las manos pa´rriba, mi gente”.
Vale la pena regresar, no por caer en la letanía de la nostalgia, sino, entre tantas otras cosas que cada quien puede esgrimir de acuerdo a su filosofía de vida, para comprobar que el banco de los secretos, la esquina de los besos a escondidas, la casa que fue aula, el teatro con el recuerdo del romance, el espacio de las tertulias y de la espera…permanecen allí.